jueves, 14 de diciembre de 2017

El relato de los agroquímicos


La Nación, el 8 de diciembre de 2017, publicó la nota “¿Un mundo sin agroquímicos?” (http://www.lanacion.com.ar/2070279-un-mundo-sin-agroquimicos). El título parece invitar a un análisis profundo sobre el  tema más vital y controvertido de hoy,  pero nos lleva por un mar de juicios infundados, falta de lógica y execrable ética.
 El encabezamiento ya nos enrostra una declaración totalmente improbable: “sin estos productos habría mucho más hambre del que hoy existe”. Suena a verdad indiscutible porque a nivel de parcela se produce más usando tóxicos que sin ellos, pero eso no se puede extrapolar a nivel macro. La agricultura moderna destruye a la producción campesina, que es la que abastece a los más pobres, mientras produce  forraje y commodities  para la industria. El 50 % de la producción en este modelo se pierde como desperdicio; y el resto, si bien equivale a un 20 % más de lo que se necesita para alimentar al mundo, no puede ser pagado los hambrientos.  La agricultura ecológica con comercio justo sí puede alimentar al planeta entero porque aprovecha mejor tanto el recurso humano como los demás: agua, suelo, capital. Lo fundan muchos artículos científicos; un ejemplo: MODELOS ECOLÓGICOS Y RESILIENTES DE PRODUCCIÓN AGRÍCOLA PARA EL SIGLO XXI, -Department of Environmental Science, Policy and Management, University of California (http://revistas.um.es/agroecologia/article/viewFile/160641/140511). En esta línea, Naciones Unidas recientemente desmintió que los agroquímicos tóxicos sean necesarios para producir alimentos, los responsabilizó por la muerte de al menos 200 mil personas al año, denunció el lobby empresario y confirmó el impacto de los agroquímicos en la salud y el ambiente.
Otro juicio de base del artículo es llamar “judicialización de conflictos por toxicidad” al aumento de causas penales y civiles. El fundamento  es que en Estados Unidos hay cientos de casos por año y en Argentina miles: no toma en cuenta que los casos de toxicidad son mucho más graves y  numerosos  en los países en que hay reglas más laxas y peores controles. El 63 % de las frutas, verduras y hortalizas que se consumen en Buenos Aires y La Plata (donde viven 20 millones de personas) contiene agroquímicos tóxicos, según información del SENASA, -extraída bajo la presión de un amparo judicial interpuesto por “Naturaleza de Derechos”-.  El envenenamiento de las zonas rurales es mucho mayor en Latino-América que en América del Norte, así como el de los alimentos. http://www.biodiversidadla.org/Portada_Principal/Documentos/Argentina_Agrotoxicos_en_la_mesa
Atreviéndose más todavía, argumenta que  es equiparable la contaminación ambiental causada por motores y artefactos domésticos con la de los biocidas, sin mencionar estadísticas porque todas lo desmentirían. El tema no es trivial. La Red Universitaria de Ambiente y Salud solicitó la intervención de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos adjuntando informes y pruebas contundentes de daño grave e irreparable a la salud humana, del que se derivan consecuencias sanitarias como el aumento considerable de enfermedades graves: cáncer, leucemia, malformaciones, abortos espontáneos, lupus, etc, que los médicos de distintas localidades y provincias del país vienen denunciando desde hace años. Incrementos de más de 300 % para algunas de estas enfermedades en pocos años, coincidentes con la llamada “sojización”. (http://renace.net/?p=5676)
Luego predice  que sin agroquímicos tóxicos quedaríamos afuera de la “modernidad”. No explica el concepto de modernidad pero nos deja un miedo crucial: o nos dejamos envenenar o vivimos en cavernas. Aquí es donde más claramente choca contra las evidencias de explotaciones extensivas que logran excelentes rendimientos sustituyendo biocidas por buen manejo de suelos, control biológico de plagas y otras técnicas -algunas tradicionales, otras, más modernas que el sistema contaminante-. (http://www.huerquen.com.ar/Nota.php)
El artículo niega toda la información científica sobre los daños que producen, tanto los transgénicos, como los insecticidas y otros tóxicos que ingerimos; también ignora los estudios sobre deriva de nube tóxica y afirma -sin ninguna justificación- que 1000 metros de distancia de restricción para cascos urbanos es “exagerada”. La realidad es que encontraron en la Antártida insecticidas aplicados en la zona pampeana, y en Islandia sustancias tóxicas aplicadas en viñas francesas. Un líquido pulverizado en el aire viaja mucho más lejos de lo que se creía hace pocos años.
Cuando se refiere al componente social del drama, es en tono de burla. Escribe que los pobladores reaccionan “como si la magnitud de las siembras o la especificidad de lo que se cultiva predispusiera a la violación de la ley”.  Este juicio oculta un hecho muy probable: la monocultura y las siembras gigantescas son el negocio que se acabaría sin biocidas. La agronomía verdadera, la que no envenena el alimento que produce, es inmanejable para  pools de siembra pero más económica y rentable para pequeños y medianos productores; requiere mejor atención de suelos agua y cultivos, por lo que genera empleo e igualdad, además de ser saludable y sustentable.

El autor, al fin de tanto esfuerzo persuasivo, nos llama al diálogo civilizado (tal el fin de estas líneas); a apelar a criterios lógicos (apelo, ruego, suplico); y a la “certeza científica”, cuestión muy discutida.

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